Por ABC
En España, la Semana Santa es una forma apasionada de entender la Pasión. En cada ciudad, un matiz. En cada pueblo, una costumbre
En España, la Semana Santa es una forma apasionada de entender la Pasión. Variaciones sobre una misma historia. En cada ciudad, un matiz. En cada pueblo, una costumbre. En cada calle, una estampa. Y una forma de entender la vida en cada plaza. Unidos por el tiempo sagrado, los españoles nos sentimos integrados en los ritos que regresan para dejarnos enfrente del espejo de nuestra propia vida. Porque la Semana Santa también es un reencuentro con la infancia, como escribió Cernuda: es el tiempo sin tiempo del niño.
El propio Cernuda veía la Arcadia en Sevilla, su ciudad natal, bajo la luna llena de la Semana Santa. Ni la edad, ni siquiera el exilio, pueden eliminar ese sentimiento asentado en lo más profundo del corazón. En Semana Santa se purifican los sentidos. Volvemos a mirar de verdad, buscando en las tallas el esplendor de la imaginería barroca que conforma una de nuestras señas de identidad artística. El Siglo de Oro regresa con los pasos y los tronos dorados, con la plata cincelada gracias a la orfebrería que convierte el metal en obra de arte, con los bordados que arrojan luz sobre la superficie virginal del terciopelo. Luz de cera. Olor a flores recién cortadas, a incienso que se eleva en volutas de cielo azul. Sabores de dulces que regresan al paladar de la memoria.
La Semana Santa de Sevilla es el Gran Poder de Dios en la calle, ejemplo de cristianismo universal que trasciende las fronteras y convierte la ciudad en un templo donde caben todos, desde el nativo al visitante, desde el que cree al que duda, desde el que encuentra al que busca. Precediendo y siguiendo la efigie del Cristo que avanza con su poderosa zancada hacia la entrega absoluta, los nazarenos y los penitentes que dan público testimonio de una fe sin aristas. Cera derramada sobre el suelo para marcar el territorio por el que pasará el Padre del sol y el agua, como lo llamó Antonio Burgos, el verdadero cronista de la Pasión según Sevilla.
Las grandes imágenes del Barroco salen a la luz de la primavera sevillana, una luz suave y sutil que las va dorando con el pincel tibio de la tarde. El Arte con mayúscula vuelve a cumplir su función originaria. No son estatuas frías como el mármol, sino imágenes que llevan en su pátina miles, millones de miradas que buscan el Amor, la Buena Muerte, la Pasión que Martínez Montañés convirtió en un Nazareno que le resultaba increíble: cuando lo veía en la calle, sentía que era imposible que tamaña obra hubiera salido de sus manos.
El momento culminante llega en la tarde del Viernes Santo, cuando España celebra la muerte del Cristo, cuando el Cachorro detiene el pulso de la muerte entre Sevilla y Triana, entre las dos orillas del río que para Jorge Manrique es el vivir. Allí se hace interminable el tránsito, como escribió el poeta Aquilino Duque. Entonces comprendemos que la imaginería barroca española consiguió la cima de la expresión artística con estas obras que trascienden las épocas y las fronteras. A esa hora, en otros lugares de España caerá la tarde sobre las imágenes portentosas que salieron de las gubias de Berruguete, de Gregorio Fernández, de Juan de Juni, de Salzillo, de Benlliure...
Y tras el Cristo, la Madre que aparece en la plenitud de su belleza. Palios bordados como un cielo de filigrana. Cera que alumbra el dolor que llega hasta el desgarro interior. Un templo de luz para la Mujer que llevó en sus entrañas al Niño que sostiene en los brazos de la Piedad. No se entiende esta celebración sin la presencia continua de María, la Única que puede convertir el Dolor en Caridad, porque la misión de las hermandades y cofradías es entregarse a los demás para cumplir con el mandamiento del Nazareno: el amor fraterno. En la ciudad de la Esperanza, la Virgen le da sentido a la vida misma. Porque la Semana Santa de Sevilla es todo eso... y la Macarena.